De planta

Más de dos años tardó en llegar el aviso de la dirección, pero al fin lo tenía en sus manos: el contrato que lo confirmaba como trabajador de “planta” ya estaba esperándole en las oficinas centrales, listo para ser firmado. Sus temores quedaban aniquilados a partir de ese momento. Las noches de insomnio, las mañanas de angustia y las tardes de depresión se convertirían en días de tranquilidad económica, en semanas de armonía emocional.

            Lo había intentado todo: vendió seguros, arbolitos bonsai, remedios medicinales milagrosos. Adquirió un lote de ropa que, con algunos defectos, encontró a precio de remate. Con la ayuda de su esposa y de una vieja máquina de coser, rescató la mayoría de las prendas y se instaló el domingo en el tianguis de su colonia. Ese negocio pintaba muy bien, hasta que apareció un socio inesperado: el líder de la Unión de Comerciantes en Pequeño, Tianguistas y Conexos de la República Mexicana, A.C. Así se presentó el abusivo personaje que, arguyendo todo tipo de artimañas, se llevó las ganancias del día.  

            El novel comerciante buscó en otros mercados y en otros pueblos. En todos ellos se encontró con líderes del mismo proceder que el primero, pero aprendió a lidiar con ellos, a hacerlos compadres y a negociar cuotas más accesibles. El lote de ropa se acabó, regresó a la fábrica por uno y otro más. La máquina de coser ya tenía un ritmo más alegre. Consiguió mejores ingresos. No tan buenos como sus necesidades lo requerían, pero, por lo menos, pudo pagar algunas deudas y comer con más decoro. 

            La noticia del embarazo de su esposa lo dejó frío. Sus magros ingresos no alcanzarían para alimentar y vestir a otro miembro de la familia. ¡Cómo envidiaba a su cuñado! Ese maldito, estrenaba coche cada año. El muy infeliz, hasta casa propia tenía, tres chamacos en escuelas privadas y vacaciones dos veces por año. Y más que envidia: le tenía mucho coraje. ¿Cómo era posible que a ese bueno para nada le pudiera ir tan bien? Su esposa se lo dijo varias veces: “Acércate a mi hermano, pídele que te consiga trabajo en la refinería, él está muy bien parado con los del sindicato. No seas tonto, trágate el orgullo”. 

            Y ni modo, era mejor tragarse ese orgullo, que tragar saliva del susto o aire para comer. Muchas veces lo pensó y en todas ellas llegaba a la misma conclusión: sus principios no le permitían pertenecer a ese grupo de sindicalistas, para quienes su mayor presunción era llegar por las mañanas a las instalaciones de la petrolera propiedad del estado, checar tarjeta, fingir que hacían dos o tres cositas y hacerse “patos” el resto del día. ¿Y por qué no? Si su buen trabajito les costó conseguir esa chamba: asistir a todos los mítines políticos que les indicaran, aplaudir cualquier tontería que el candidato del partido excretara. Agachar la cabeza las veces que fuera necesario para seguir pegados a la ubre de la empresa.

            ¿Que si había pérdidas? ¡Claro que las había! ¡Y muchas! Pero qué importaba: como en la mayoría, o acaso en todas las empresas del estado, las ganancias eran para el sindicato, para los directores y para las hordas de burócratas, y las pérdidas: para los contribuyentes. Y como lo que es de todos, acaba siendo de nadie, no importaba seguir tirando dinero de la manera más estúpida. ¡Ah, pero eso sí! la soberanía de la nación estaba siendo engrandecida.

            Se presentó el desesperado hombre con el aborrecido cuñado y, para su sorpresa, consiguió una oportunidad. Nuevos trabajos en la refinería requerían de la contratación de personal eventual. Por lo que recibió instrucciones para acudir el siguiente lunes. Tenía sentimientos encontrados: lo hacía feliz la promesa de que, después de un periodo de prueba, el líder sindical, previo “moche”, podría considerarlo para formar parte del personal de planta. Y, por otra parte, lo hacía desdichado la idea de ser parte de esa mafia innoble.

El puesto de ropa se traspasó y la máquina de coser se incluyó. El orgullo se guardó y la vista gorda se practicó. Uniformado en color caqui, con casco naranja, botas y guantes de gruesa confección, se enfiló al área del despacho de pipas de combustible. La tarea asignada para ese día, era bastante simple: pintar en color amarillo tráfico las guarniciones de las banquetas por donde transitaba el personal.

            En su primer día de trabajo, quiso demostrar lo buen trabajador que era. Puso todo su empeño, aplicó en las banquetas sus mejores artes pictóricas. Casi olvidaba la hora de la salida, de no ser porque, al ver su obra terminada, sus sorprendidos compañeros le señalaron con extraña cortesía el alcance de sus funciones:

“¡Cómo serás bestia!: terminaste en un día, el trabajo de una semana”.

Un comentario en “De planta”

  1. Querido Escribidor.
    Estoy copiando tu columna a AMLO con copia para 10millones de burócratas en este país. Va a hacer falta tinta.
    Me gustaría saber si aquel cuñado sigue trabajando en aquella empresa…

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