Los mil kilómetros que los separaban de su destino demandaban hacer acopio de paciencia. Viajar con dos pequeños niños hiperactivos en un trayecto que tomaría al menos una escala, y doce horas nalga, era empresa destinada a superhéroes.
Considerado por el padre de familia como un prodigio de la ingeniería, era su método para hacer caber las maletas en el espacio trasero del vehículo utilitario deportivo que, aunque generoso, se quedaba siempre pequeño al recibir todo lo que la jefa de la familia consideraba como indispensable. Las sillas para bebé aseguradas como es debido, la hielera repleta de bebidas y las bolsas de papitas fritas y demás “chuchulucos”, a punto de ser esparcidos por toda la, hasta ese momento, impecable tapicería.
Esa mañana, una hora después de lo planeado, salieron los cuatro del hotel que, en escala técnica, los alojó la noche anterior. Incontables semáforos y topes después, abandonaron la ciudad. Su próxima parada era la estación de servicio. El tanque de gasolina demandaba ser llenado y la primera de muchas visitas al baño ya era una reclamación de los pasajeros.
La ancha autopista era recta y sin obstáculos, sin elevaciones ni declives, sin nada que impidiera una marcha suave. O al menos, eso era lo que la lógica automotriz determinaba, hasta que una serie de sacudidas echó por tierra toda lógica. El motor dejó de funcionar entre accesos de tos. Estacionados en el acotamiento hasta donde el impulso los llevó, el matrimonio se miró en silencio. Comenzó la primera ronda de preguntas. Ninguna encontró respuesta. El padre, al volante, se concretaba en dar marcha al motor con insistencia y en soltar palabras altisonantes en cada intento.
Múltiples teorías y soluciones fueron aportadas por la pasajera. De inmediato apagó la música. Para ella, era seguro que las señales de radio interferían en la computadora del vehículo. El aire acondicionado, que ya no emitía ni el más mínimo suspiro, también fue puesto en pausa. La reclamación de ella por no haber llenado el tanque antes de salir, fue respondida por las cejas fruncidas y el índice del chofer que señalaban en el tablero el cuarto de tanque que indicaba la aguja.
La señal del teléfono celular era la adecuada. La grúa solicitada tardó una hora en llegar. El amable operador se ofreció a llevarlos al taller de su compadre Manuel, por ser la opción más cercana y porque, sin tener que confesarlo, le ofrecía una comisión por cada víctima. La señora se negó a viajar en la sucia cabina de la grúa. No hubo poder humano que la convenciera de que el reglamento de tránsito impedía llevar pasajeros en los autos transportados. Se llegó a una negociación conveniente: viajarían arriba, pero escondidos.
El maestro Manuel alegó razones de espacio en su agenda para atender a los foráneos. El operador de la grúa sabía para sus adentros que la tecnología de punta de ese auto, escapaba a los conocimientos de su compadre. Se despidió de él y de su comisión. La siguiente opción era llevarlos a la agencia automotriz. El viaje familiar, a escondidas, se reanudó.
Una vez en la agencia, fue necesario esperar formados más de media hora para ser recibidos sin cita. Y otra hora en la sala de espera al pendiente del veredicto de los mecánicos. El gerente de servicios se presentó y atento a su hoja de reporte, leyó con prisa el diagnóstico: la bomba de gasolina, inservible, solo sería codiciada por los comerciantes de chatarra. La noticia que hizo temblar las rodillas del jefe de familia, además del precio, fue enterarse de que no tenían esa refacción en existencia. Tendrían que esperar al otro día para recibirla.
Llamadas a la familia y a la oficina para dar las malas nuevas. La última llamada fue para solicitar el taxi que los llevara al hotel más cercano. Al día siguiente, después del desayuno, se encaminaron muy contentos a la agencia. Duró poco el gusto. La esperada pieza no llegó. Su llegada se prolongaría un día más. Turistas obligados, conocieron la ciudad y llegaron de nuevo al mismo hotel. Descuento y demonstraciones de solidaridad fueron otorgados.
Al siguiente día, entraron a la agencia con la seguridad de que el problema había quedado resuelto. Escucharon atentos al gerente que, al verlos llegar, dio las instrucciones pertinentes al mecánico de turno:
—Juan: tráete la camioneta gris. La del problema con la bomba de gasolina.
—No, jefe, no tenemos ninguna camioneta con la bomba descompuesta. ¿No estará usted hablando de la que se quedó sin gasolina y que traía atorado el medidor en un cuarto de tanque?
Después de que la esposa lanzara la inevitable sentencia: “Te lo dije”, todos los sentimientos se reunieron en aquella oficina, desde la rabia por el tiempo perdido, la alegría de que ya no se debería pagar nada, la vergüenza del gerente y la extrañeza del mecánico por tantas expresiones de cariño, al tiempo que el gerente lo miraba con “ojos de pistola”.