Invitación mortal

Después de largos, aunque encantadores, cinco años de novios, la familia y los amigos les comenzaban a hacer las preguntas de rigor. Los de más confianza lanzaron las provocaciones y los más entrometidos: los retos: “¿Ya mero es la boda? ¿Para cuándo la fiestecita?” “Ya se quedaron de muestra”. A todos los ataques, la pareja respondía con evasivas cuidadosas y con geométricas salidas por la tangente. “Ya merito”. “Ahora sí, el próximo año”. “En cuanto juntemos un ahorrito”.

            El escurridizo pretendiente trabajaba como vendedor en una empresa inmobiliaria. El dueño de ese emporio le ofreció, a precio irresistible, una casita de “interés social”. El nuevo desarrollo habitacional, hasta ese día, mostraba un aspecto primoroso: blancas casas recién pintadas, rojos tejados simétricos, alegres flores coloridas en las banquetas y calles libres de obstáculos visuales, de tienditas y de tendederos. Al momento de la firma del indispensable crédito hipotecario, surgió el inconveniente que precipitó los acontecimientos. El requisito principal: estar casado. La unión libre o el acta de matrimonio civil fueron inaceptables para la novia y mal vistas por la rígida sociedad de su pequeño pueblo. 

El problema fue expuesto en una de aquellas habituales reuniones de amigos. Muchas y muy variadas opiniones se vertieron, pero todas convergían en la misma dirección: “Ya cásense, no se hagan patos”. Los novios no tenían pico, ni alas, ni patas que los definieran como tales, pero sí que contaban con un arsenal de excusas. La fiesta continuó, las presiones subieron de tono. Después de agotar algunas botellas y todos los pretextos para los brindis, las convicciones y los principios más rígidos de la pareja se relajaron. Fue entonces cuando uno de los más cercanos aprovechó la confusión y, agenda en mano, orilló a los distraídos novios a fijar fecha para la boda. El compromiso fue pactado para el mes de marzo del siguiente año. Un pretexto nuevo para brindar se consiguió y la planeación de la ceremonia comenzó.

El gerente del banco, personaje muy respetado en el pueblo, aceptó la palabra matrimonial empeñada, así como la invitación al banquete, y otorgó el crédito sin más requisitos. El dueño de la agenda en donde quedó plasmado el compromiso, se ofreció a habitar en ese domicilio hasta el día de la boda. Con esta acción consiguió el beneplácito de la mamá de la novia, quien buscaba evitar a toda costa que el “interés social” de la casita se convirtiese en “interés sexual”.

El vestido de la novia era un par de tallas menor a lo recomendable, pero ofrecía un reto necesario. Comenzaron las dietas, las citas al salón de eventos, al florista, los anticipos del banquete, los primeros pagos de los anillos y de toda la parafernalia alusiva al evento. Corrieron las amonestaciones y se atendieron los que por entonces eran una novedad: los cursos pre-matrimoniales. Su utilidad práctica fue puesta en entredicho por los jefes de los novios, quienes al principio les negaron el permiso para ausentarse de sus labores. Al final, tuvieron que ceder. Nadie quiso enfrentar la autoridad de la Iglesia, que junto con la del gerente del banco, eran venerables.

La fecha fatal se acercaba. La imprenta entregó las invitaciones y la visita a las más de siete casas para entregarlas fue la actividad de todas las tardes. Discursos y parabienes se escucharon en diferentes tonos e intensidades. “Pero qué linda pareja hacen”. “Ya se habían tardado”.

Agotados por tanta visita social, una noticia les hizo recuperar el ánimo: la familia paterna del novio se reuniría ese domingo en casa de los abuelos. Oportunidad de oro para ahorrar muchas citas. La comida transcurrió y las conversaciones en torno a los novios acompañaron las botanas y hasta los postres. Las invitaciones fueron entregadas. Tocaba el turno a la abuela. Fue difícil hacerlo, desde la mañana de ese día, cosa muy rara, ella dejó a la mitad la preparación de los platillos y se retiró a descansar a su habitación.

La tía, que, de acuerdo a la usanza de aquellos años, solamente recibía los abrazos a los que tenía derecho: los de la soltería, salió a recibir a los novios en la puerta de la habitación. En el pasillo, lleno de macetas con geranios de todos los colores, recibió el elegante sobre, pero interrumpió la fórmula de comedidas palabras que siempre acompañaba a la entrega de tal misiva.

Mijito: córrele y tráete al doctor. La abuelita se siente muy mal.

Y el novio corrió. Su auto desconoció baches y topes. Llegó al consultorio, expuso la emergencia. El doctor preparó su maletín y salió con urgencia hacia la casa de la abuela. El tiempo tenía otros planes, ignoró sus prisas.

La familia se disculpó. El duelo les impediría asistir a la boda. El amable ofrecimiento de los novios para posponer el evento fue rechazado. Las tías asistieron a la ceremonia religiosa, pero se excusaron: el banquete no estaba entre sus ánimos.

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