Pobres o ricos

—¡A ver, niña! Ya deja de estarte comiendo esas botanas. ¿Qué no ves que son para los invitados?

            El timbre de la puerta sonó. La mayor de las niñas corrió a abrir a los compadres. Entre abrazos y alegres muestras de bienvenida, todos tomaron sus lugares en la sala. Bromas de ellos respecto a panzas y calvas y, por parte de ellas, alabanzas entrecruzadas al buen gusto en el vestir. La mesa, profusa en viandas, que minutos antes estuvo prohibida a la niñez, era ofrecida con galantería. El espacio se llenó también de “jaiboles” y de aperitivos. Botanas, chismes y novedades corrieron con anchura. 

            Al terminar el abasto en algunos platos, nuevas remesas eran traídas desde la cocina. Abundancia de quesos, de jamones ibéricos y de aceitunas. Mililitros de los mejores vinos escanciados en las copas de presumir. Servilletas que no se veían más que en las ocasiones especiales. Todo daba señales de opulencia. Los grandes éxitos empresariales fueron el tema abordado durante los primeros escarceos.

            Estaba claro: los compadres habían decidido no participar en la crisis económica nacional. Se diría que, en esa casa, el derroche era forma natural de vida. O eso era lo que los pequeños percibían todos los domingos. Los lunes, sin embargo, el panorama cambiaba en forma radical.

            En los rutinarios días de la semana, el ahorro era el distintivo de esa familia.

—¡Te acabas la sopa! Que aquí no se desperdicia nada. ¿O tú te crees que yo barro el dinero con la escoba? No, señorito, nada de pantalón nuevo, le ponemos un parche. ¡Faltaba más! ¿Vacaciones? Sí, claro. Vamos a la casa de los abuelos, la playa va a estar atiborrada.

            A cuenta de estas y otras muchas frases, apología de la austeridad, los niños acumulaban un desconcierto de antología.

            —Mamá: ¿somos pobres?

            —¡Niña!, ¿qué cosas dices? A ver: Te lo he dicho veinte veces. Mira a la pared. ¿Quiénes son esos elegantes señores de la foto?

            —Los abuelos, mamá.

—¿Y en dónde fue tomada la foto?

— En la hacienda del bisabuelo, el día de la boda.

La madre, como cada vez que se ponía en duda su prosapia ancestral, descargaba un amplio repertorio de explicaciones al respecto de la alcurnia de los abuelos, de sus orígenes gallegos, de su llegada a estas salvajes tierras a finales del siglo antepasado, de las grandes extensiones de territorio que ocupaba la hacienda que con mil trabajos y peligros lograron establecer. De sus épocas de bonanza. De la estación de tren exclusiva para despachar a la capital las formidables cosechas, las toneladas de carne producto de sus numerosos hatos de ganado, las cientos de barricas de pulque que gozaban de envidiable fama y, sobre todo, del respeto que sus apellidos despertaban entre los vecinos del pueblo y entre los pasillos de los palacios y oficinas de la alta burocracia.

Ante tanta historia de éxito, la consternación de la niña crecía en cuestionamientos:

—Y, entonces: ¿por qué decaímos tanto?

A punto del soponcio, la perturbada madre miró hacia el cielo. Oró para que su hija recuperase la cordura.

La situación económica de esa casa era frágil, pero las apariencias debían ser celosamente guardadas. No eran sujeto de evaluación los errores administrativos, despilfarros y malversaciones de las generaciones que los precedieron y que dedicaron sus opulentas existencias al ocio y al derroche. Las culpas, que también merecían en algún porcentaje, se repartían entre los revolucionarios, los villistas, los carrancistas, los asaltantes, los agiotistas, los cristeros, los agraristas y demás turbas. El buen nombre de la familia debía ser protegido ante cualquier calumnia. Sus blasones eran la llave para abrir las puertas de las casas de la mejor sociedad del pueblo. Las recepciones y bailes debían contar siempre en sus listas de invitados con sus honorables apellidos, para dar brillo y realce a sus pistas de baile.

Las estrecheces propias de su presupuesto no debían notarse ante los invitados, en sus atuendos de presumir, en la puntualidad del pago de las colegiaturas en las mejores escuelas. Las mensualidades del auto y de la hipoteca de la casa eran asunto de reserva impenetrable. Tales conductas contrastantes, ocasionaban mil dudas entre los hijos. Las explicaciones siempre fueron postergadas con argucias. Quiso la fatalidad que el siguiente domingo, ante una mesa rodeada de carísimas exquisiteces y de amistades de “alto huarache”, sobreviniera la rebelión infantil. Al serles negado el acceso a los manjares, ante el sonrojo de sus padres y la rivalidad gratificada de los compadres, la niña mayor reveló las peripecias de la familia para salvar los gastos de la semana y remató con un sarcasmo que dolió más que un chipote con sangre, sea chico o sea grande:

—Mamá: ¿somos pobres, o somos ricos?

Un comentario en “Pobres o ricos”

  1. No importa la edad para manifestar sabiduría;
    más nos valdría tratar a los niños como sabios, ya que son capaces de llegar a reflexiones brillantes sin el menor esfuerzo.

    Ojalá nunca desapareciera en ellos esa sabiduría; pero los adultos nos encargamos tarde o temprano de ayudarlos a que la oculten, tenemos la falsa idea de que así los educamos. Es una lástima…

    Me encanta leer textos que en la superficie pueden parecer cotidianos, pero que me llevan a la reflexión. Gracias querido Escritor…

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