El día de la convención se acercaba. Viajaría confiado, llevando en el portafolios el resumen anual con los números de la sucursal a su cargo. Esta vez, los nervios estaban sometidos. Sus números eran estupendos: Buenas ventas, aceptable recuperación de cartera, niveles de gastos bajo control, inventarios balanceados y pagados. Muchos años tuvo que esperar para presumir estos logros. Los tropezones mercantiles le dieron más conocimientos y experiencias que los años en la universidad.
Hotel de playa, guayaberas que exhibían los elevados presupuestos de sus portadores. Opíparas viandas, bebidas de alta gama, abundancia en cada detalle. Sonrisas dominando el salón y los pasillos. Desde las hipócritas hasta las de suficiencia. A juzgar por algunos lamentos escuchados, los últimos, no habían sido meses prósperos para la mayoría de los convencionistas. Él tenía otra historia que contar. Esta vez, estaría en el podio de los ganadores.
Después de la bienvenida y de las palabras de aliento por parte del más senil y acaudalado de los accionistas, en el orden del día se sucedieron una a una las sucursales. Algunas con números envidiables, otras, tan de pena ajena, que descompusieron el ánimo de los asociados. Árido quedó el terreno para los siguientes expositores. A pesar de todo, él sonreía imperturbable, sus números estaban blindados, a prueba de cualquier metralla cuestionadora.
A media mañana, después de un descanso para los sentidos, para las asentaderas, y para recobrar el optimismo, el momento llegó. Su momento. Subió al estrado con paso seguro, colocó los papeles sin perder la sonrisa. Con desenvoltura dio la señal al secretario para que éste diese inicio a la proyección de su presentación. Pausado, acomodó el micrófono. Y como si de ese aparato diabólico escapara un conjuro: su seguridad desapareció. Los nervios lo dominaron sin remedio. De nada valieron el esfuerzo, la preparación, la superioridad de los números. Su exposición fue lamentable, llena de errores. Tan aturdido estaba, que el bosque de su incapacidad no permitió ver el árbol del éxito.
Regresó derrotado al territorio de su sucursal. Abatido por el desaliento, se prometió, ¡se juró!, no volver a vivir esa experiencia, ese ridículo. Los dioses lo escucharon, los astros se alinearon y en el periódico del domingo apareció el anuncio que cambiaría su vida. El mul-ti-pre-mia-do y mundialmente famoso curso para aprender a hablar en público.
Su número de inscripción fue el uno, su lugar en la fila para entrar al curso: el primero, mismo que el de la fila en donde se localizaba su silla. El experto instructor dio la bienvenida. Su discurso incluía una frase que quedaría grabada en el entusiasta alumno:
“Para aprender a nadar: hay que entrar en la alberca. Para aprender a hablar en público: hay que hablar en público”.
Después de esta contundente sentencia, el experto invitó a los asistentes a pasar al estrado e improvisar un mensaje. Por la buena o por la vergüenza, todos pasaron. La primera víctima allanó el camino a la timidez de los siguientes. Sus temblorosas palabras fueron:
—Buenas tardes. Hoy les vengo a hablar de…
No mal terminó la frase cuando el instructor lo detuvo con brusquedad:
—¡Sin amenazas! No queremos que nos adviertas de lo que vas a hablar.
Fue así, con el pragmático estilo del profesor, cómo él y sus compañeros aprendieron a improvisar un discurso. Comenzando por situarlo en un espacio en el tiempo, para luego proceder al qué, al cuánto, al cómo y al porqué. Y al final; cerrarlo en forma redonda con una invitación a la acción o a la reflexión.
Los cursos fueron todo un éxito. Asistió al inicial como alumno y al segundo y subsecuentes como asistente invitado. Lo aprendido, le otorgó la seguridad que tanto anhelaba. A la convención del año siguiente se presentó armado de buenos números, pero, sobre todo, con tal dominio del escenario que ganó el aplauso y el reconocimiento de la dirección y de los accionistas, y la envidia de los compañeros.
Animado por su éxito, siguió cultivando sus conocimientos en el arte de la oratoria por un par de años más. Mucho tiempo después, sus recuerdos se encaminaron hacia aquellos discursos improvisados y a esas tantas horas de escuchar las anécdotas de los participantes. Estos le dieron estructura y lo orillaron a afinar las capacidades de observación y de imaginación. Cayó en la cuenta de que esas prácticas y su pasión por la lectura, a la larga, detonaron su interés por la escritura. Ahí fue que comenzó su afición por dar a todo texto un razonable registro literario.
Fue en una colérica respuesta del director de la empresa a uno de sus correos electrónicos, cuando se dio bochornosa cuenta de que su pasatiempo ya comenzaba a afectar su trabajo:
“Mándanos telegramas con resultados, no cartas de amor”.
Que placer tu decisión de seguir escribiendo cartas de amor
Me gustaMe gusta
Mil gracias querida Gabi.
Le haré llegar tu mensaje a la tercera persona a quién te refieres.
Estoy seguro de que le dará una gran emoción saber que leíste su carta de amor.
¡Saludos!
Me gustaMe gusta
Recuerdo que el telegrama que enviaste fue para mandarlo a la mier…coles de ceniza. jeje
Siempre alabo tus escritos!! hay amor si duda
Me gustaMe gusta
Todo se mandó allá muy lejos.
Y aquí en la tierra se quedaron los mejores momentos. Los mejores amigos y la promesa de muchos libros, de muchas paellas y de muchos vinos por compartir.
Abrazos amigo
Me gustaMe gusta