Asidos con fuerza, pero con ternura, a cada mano de la abuela, los futbolistas, ella de ocho y él de nueve años, en camino al campo deportivo, hicieron parada en la tienda de la esquina a fin de abastecerse con bebidas reconstituyentes, para satisfacer su próxima necesidad de electrolitos.
Las vecinas, estacionadas en la colindancia de la tienda, desde el auto, analizaron al trío. La abuela Marisol, sabedora de que era objeto de envidias, mostró su expresión más acabada de orgullo. Sabía que el contenido del cotilleo del día, en su gustada sección, temas de actualidad, era la cada vez más frecuente y notoria escasez de niños en la colonia. Se criticaba a las parejas jóvenes, se culpaba a la economía, al uso excesivo de fármacos anticonceptivos, al egoísmo. No importando ser o no, materia de su dominio, ellas se arrogaban el derecho a decidir por todos, y sin reconocerlo envidiaban, a las que presumían de tener nietos.
Aquella abuela, orgullosa de sus casi setenta y enemiga de hacer apología del tiempo pasado que, para ella, no siempre fue mejor, al recorrer los pasillos de la tienda fue tocada por los recuerdos infantiles. Fue obligado el comparativo de lo que eran las misceláneas de su niñez, con las actuales tiendas de conveniencia, tan asépticas y ordenadas.
La tiendita de la esquina era para ella, el paraíso. Sus reducidos pasillos admitían a la clientela, maniobrando a veces, de ladito. Ningún centímetro del local era desaprovechado, jarcerías colgaban del techo, estorbaban el paso, costales de yute desbordantes de semillas, de chiles anchos y guajillos. Ratoneras, algunas a la venta y otras al acecho. Botes con su melena de escobas y trapeadores. La bienvenida la daban los carteles que se superponían unos a otros, llenos de anuncios comerciales, de ofertas, y del infaltable aviso:
Hoy no fío, mañana sí.
Se aspiraban desde la banqueta, el picante olor a jabón, el del polvo acumulado en las cajas de cartón y el del penetrante aroma de los “combustibles”: ladrillos de papel de estraza rellenos de aserrín y remojados en petróleo, indispensables para calentar el bóiler.
La moda del champú, coqueteaba apenas con la clientela. Los parroquianos llevaban a casa aquellas novedosas fórmulas, algunas a base de huevo, que prometían un cabello sedoso, brillante y manejable. Lo compraban en su presentación individual, en forma de almohaditas de plástico multicolores.
El mostrador, de recia madera de pino, en colores a los que la pátina del tiempo les fue dando personalidad, sostenía una cubierta negra, de grueso caucho, exhibiendo heridas de guerra. Profundos surcos, producto del tránsito de mercancías, de monedas y de cucuruchos de papel periódico que, a falta de bolsas de plástico, en ese entonces desconocidas, servían para embolsar lo comprado. Previo regateo y anotación en la libretita de las deudas.
Algunos establecimientos contaban en la trastienda con una cantina. En su puerta de vaivén con rejillas, remedo de las usadas en el viejo oeste, colgaba un letrero en el que se advertía la prohibición de entrada, con la expresión más discriminatoria del machismo de aquellas épocas:
Prohibida la entrada a uniformados, menores de edad y mujeres.
Antes de ser atacado por su peor enemigo: la inflación, un peso mexicano alcanzaba para varias cosas. La más importante: hacer feliz a un niño. En algunos afortunados casos, era la recompensa semanal para los hijos “bien portados”. Conocida como: “el domingo”, era esperada con codicia.
Un pesito era suficiente para comprar un pastelillo, un refresco y una bolsa de papas fritas. Sólo había tres o cuatro opciones. La decisión era rápida; el contento, duradero.
En el abordaje a la década de los ochenta, los tíos de los futbolistas de este relato, en ese entonces niños, visitaban a su abuela cada domingo; sabían que, con un poco de insistencia, ella cedería a sus ruegos.
— ¡Abue! ¿Nos regalas un pesito para ir a la tienda?
— ¡Otra vez ustedes, chamacos!, me vieron cara de su banco. ¿O qué?
— ¡Ándale, abuelita! Un pesito nomás.
— Pues miren, pensándolo bien: tomen. Le doy a cada quien su pesito, porque cuando yo me muera, ustedes van a cargar mi caja.
El plan funerario de la abuela, dejó pasmados al par de consumistas.
—A mí no me des el peso, abue, yo no quiero cargar tu caja —dijo, compungido, el mayor de ellos.
Pero el pequeño, hoy dentista, que desde entonces portaba buen colmillo para los negocios, percibió un desequilibrio coyuntural entre la oferta y la demanda:
—A mí dame los dos pesitos, abue. Yo te cargo solito.
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Twitter: @LiraMontalban
He escuchado a muchas personas decir que los tiempos pasados fueron mejores; en lo personal no opino así, lo que sí creo, es que los ojos con los que veíamos la vida pasar cuando niños, eran sobre todo de aprendizaje y sorpresa; lamentablemente hoy son pocas las cosas que logran asombrarnos.
Mi abuela materna tuvo una pequeña tienda de abarrotes y tu maravillosa calidad descriptiva me transportó a esos años, y recordé cuando nos dejaba tomar ese pequeño shampoo tipo almohadita para que nos metiéramos a bañar de una vez.
Mi infancia transcurrió mucho antes de los años ochenta, así que mi abuela logró hacerme feliz con tan solo una moneda de 20 centavos. ¡Qué tiempos aquellos! Para los que fuimos niños rodeados de adultos amorosos y responsables…. Sin duda, fueron tiempos mejores.
Gracias querido amigo… ¡cómo disfruto tus relatos!
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No hay tan pocas cosas que logran asombrarnos.
No salgo de mi asombro al imaginarte en la tienda de la abuela.
Haciendo travesuras, que todos perdonaban cuando los desarmabas con una de tus mejores sonrisas.
Y en tu manita, el champú de almohadita, que dio sus primeros aromas a tu emblemático peinado.
Celebramos los mismos recuerdos, felices con nuestro domingo, en la tiendita de la esquina.
Voy al OXXO
¿Necesitas algo?
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