Día de Reyes, de juguetes nuevos bajo el árbol navideño. La casa se impregnaba con su feliz olor característico. En septiembre, los sugestivos aromas a útiles escolares, a plástico, a papel y a ropa nueva. El embriagante olor de un automóvil recién estrenado y el inolvidable perfume del primer amor son, tal vez, los recuerdos felices mejor alojados en mi memoria. Al volver a percibirlos, me traen al presente una probadita de aquellos instantes. Los aromas de la felicidad en la edad adulta vienen ahora en presentación individual y son tan volátiles, que hay que aferrarse a ellos como a la tabla de un naufragio.
En esa tarde del inicio de la temporada de lluvias, mientras amasaba aromáticos recuerdos con el fin de cocinar un texto de tarea, que respondiera a la pregunta: ¿Qué es para mí la felicidad? atrás de la silla, un perfume a humedad y un insistente sonido, me robaban la misma. Un necio: “clic, clic” se convirtió después de un rato, en un alarmante: “clac, clac”, que me hizo Interrumpir mis inspirados recuerdos y averiguar el origen del tamborileo. Mi silla, al igual que mi relato, dieron un giro inesperado cuando se salpicaron con el agua de las goteras, que inundaban el librero y amenazaban a mi espalda. Corrí por cubetas y trapitos, el texto quedó aplazado para más seca ocasión. Las labores de desagüe consumieron varias horas, de las cuales, algunas correspondían a mi descanso, por lo que al siguiente día, con ese déficit de sueño y con algunos de mis libros mojados, fue difícil someter al mal humor.
La llamada telefónica era inminente. El buen Miguel, que no es arcángel, pero que sí nos protege del mal, provocado por el paso del tiempo en la casa, contestó de inmediato. Y antes de que el sol secara las evidencias, ya tenía una respuesta para nuestra empapada aflicción: “Antes diga que no le fue peor, patrón: ya tiene diez años que no le metemos mano al techo”.
Las reparaciones inaplazables consistieron en un estratégico “chaflancito” y en una completa impermeabilización. Al menos no tuvimos la suerte de la tía de mi esposa, que al solicitar al “maistro chupacabras” una solución para su problema de goteras, obtuvo como respuesta un bochornoso lapsus linguae: “No se preocupe doña; esto queda con una buena espermeabilizada”
Se fue Miguel llevándose el problema y la mitad de nuestros ahorros. Yo volví a mi relato feliz, que tomó un derrotero inesperado. La reparación me hizo reparar en el hecho de que esta casa ha sido el escenario de abundantes momentos de felicidad, materia de mi tarea.
Juan Arnau Navarro, filósofo español, acaba de exponer en uno de sus últimos y muy interesantes ensayos, que somos cosmopolitas sin salir de casa. Nos cuenta que el término se atribuye a Diógenes. Cuando le preguntaron de dónde procedía, respondió: “Soy ciudadano del cosmos” (kosmo-polités).
Por lo que entiendo, viajamos en nuestra casa en calidad de cosmopolitas, como lo hace un caracol que se desplaza con su vivienda. Damos una vuelta al sol cada veinticuatro horas adheridos a la corteza terrestre, transitando por la vía láctea a una velocidad de 828,000 kilómetros por hora. Así que la casa: quieta, lo que se dice quieta; no está. Para observar esta travesía, contamos con ventanas de un alcance infinito. Desde nuestro encierro por pandemia o por voluntad y con tan solo abrir un libro, asomarse al televisor o al celular, como en una mágica esfera de cristal, podemos ver paisajes inimaginables, conocer de la vida y aprender de las ideas de los demás habitantes del planeta.
Desde otras ventanas más tangibles de la casa, gozamos de la felicidad que contagia la naturaleza contigua. Percibimos los aromas y las actividades de nuestros venerados árboles, compañeros de viaje y hogar de cientos de aves, que desde su puesto de vigilancia de gato viejo, el astuto Mauricio espera para sorprender. Su sombra es también refugio de nuestros queridos perros, de los asombrosos colibríes y de nuestro consentido: un cardenal muy rojo al que mi esposa le puso el nombre de Nahúm, como su padre, y al que cada vez que llama hasta el cielo; aparece.
Convivimos con abejas, ardillas, tlacuaches, conejos y otros visitantes non gratos: ratones de campo, pequeñas víboras y un zorrillo que dejó aromáticos recuerdos. Somos centro de abastecimiento para las incansables hormigas, que han destruido nuestro huerto y que son renuentes a retirarse, a pesar de haberlas invitado atentamente, bajo el sólido argumento del insecticida.
No puedo responder con propiedad a la pregunta referente a mí felicidad, pero sí puedo decir que he tenido, gracias a mi casa, que es la tuya, algunas pequeñas probaditas de ese sentimiento. A partir de que la construimos, la colección de momentos felices ha sido generosa, desde las recreativas horas invertidas con los arquitectos, para hacer factibles los sueños constructivos más febriles, hasta las que pasamos explorando en bodegas de materiales, mueblerías, bazares y viveros.
Estas pequeñas diversiones, como todo lo bueno que el exceso hace vicio, tuvieron que ser detenidas por prudencia, al darnos cuenta de que ya competíamos en inventarios con las “Galerías el Triunfo”. Digamos que la casa tiene muy buena vibra, sobre todo en el pasillo del librero, porque al caminar sobre él, todo vibra. Se convirtió rápidamente en hogar y centro de reuniones para familia y amigos, es conocida por algunos como: Buenavista Social Club, por estar ubicada en la calle Buenavista y por otras festivas razones. Aquí siempre es bienvenida una amena charla y, muy agradecida, la presencia de un buen brindis.
Volví a escuchar el “clic, clic” y creí que Tláloc tenía algo personal en contra mía, pero esta vez el ruido provenía del teléfono celular de mi esposa, desde su función de cámara fotográfica, ahí guarda un registro detallado de nuestro viaje, en su calidad de patrocinadora oficial de la alegría de esta casa y cronista de anécdotas divertidas.
Recuerdo también las horas felices vividas en la casa de mis abuelos. Sé que ahora viven en ella personas desconocidas totalmente para mí y me pregunto: ¿Quiénes serán aquellos que vivirán en mi casa dentro de cincuenta años? Según mi optimismo y los cálculos del arquitecto, esta casa deberá seguir aquí para entonces. Si tú eres ese cosmopolita que vivirá aquí y si por alguna suerte este texto llega a tus manos, ya te habrás enterado de una parte de la historia de esta casa y de que aquí, se vivieron mínimos, pero perfectos, momentos de felicidad. Deseo que la disfrutes tanto como nosotros y que tengas cuidado en no confundir las palabras, como le pasó a aquel maistro, y al menos cada diez años, le des su buena: impermeabilizada.
Qué buena perspectiva tiene tu relato. Qué bien no tener que pensar que nos sentimos encerrados. Pero si no hemos parado de viajar por el cosmos, siempre protegidos por nuestro hogar, desde donde, además se tiene el privilegio de recordar todo aquello que se ha vivido dentro de ella e imaginar viendo a través de sus ventanas, espacios infinitos y llegar hasta donde la mente lo permita.
Todo un tributo a la “felicidad” que tu hogar te ha regalado.
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La casa esta en espera de que se «reabra» la temporada de fiestas.
Para invitarte a celebrar y a brindar por la amistad.
Te mando un abrazo.
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